En un aula de San Rafael, Mendoza, los chicos comienzan el día con una rutina poco convencional: respiración consciente, juegos de atención y una charla sobre cómo se sienten.
No es una clase de yoga ni un taller emocional, sino parte de un modelo pedagógico que está ganando terreno en distintas provincias: la neuroeducación.
Lejos de ser una moda pasajera, este enfoque propone enseñar entendiendo cómo funciona el cerebro. ¿Qué activa la memoria? ¿Cómo influye el estrés en el rendimiento? ¿Por qué el movimiento mejora la concentración? Preguntas que antes quedaban en manos de especialistas, hoy se traducen en prácticas concretas dentro del aula.
En Córdoba, por ejemplo, docentes de primaria incorporan pausas activas y dinámicas de metacognición para que los chicos aprendan a pensar sobre cómo aprenden. En Buenos Aires, algunas escuelas secundarias experimentan con mapas mentales, narrativas visuales y ejercicios de empatía para fortalecer habilidades blandas.
“Cuando entendés que el cerebro necesita emoción para aprender, cambiás la forma de dar clase”, cuenta Lucía, maestra de cuarto grado en Neuquén. Ella diseñó un proyecto donde los alumnos crean podcasts sobre temas que les apasionan, integrando contenidos curriculares con expresión personal.
La neuroeducación no es una receta mágica, pero sí una invitación a mirar la enseñanza desde otro lugar: más humano, más consciente, más conectado con lo que somos. Y en un país donde la escuela muchas veces es refugio, ese cambio puede marcar la diferencia.





