Lejos de quedar opacada por la figura de su abuelo, Eugenia Sarmiento se convirtió en autora de la pintura más difundida del expresidente. Su obra no solo inmortalizó al prócer, sino que también marcó un paso decisivo en la vida cultural de una mujer que luchó por abrirse camino en el arte argentino de fines del siglo XIX.
El rostro de Domingo Faustino Sarmiento, inmortalizado en un cuadro que aún hoy ilustra manuales escolares y espacios públicos, tiene una particularidad que pocos conocen: fue pintado por su propia nieta. Eugenia Sarmiento, una figura muchas veces relegada en la historia oficial, fue la autora de la imagen que moldeó la memoria colectiva del expresidente y educador.
La joven artista se formó en un contexto adverso, en una época en la que el acceso de las mujeres al mundo del arte era limitado y casi siempre condicionado por la tutela masculina. Sin embargo, supo abrirse paso en talleres y exposiciones, donde su talento fue reconocido por críticos y colegas.
El retrato de su abuelo no fue solo un homenaje familiar. Representó, además, una declaración de autonomía: Eugenia mostró que era capaz de trascender la sombra del prócer para instalarse como una creadora con voz propia. Su pincelada precisa, la fuerza de la mirada y la fidelidad de los rasgos hicieron de esa pintura la más reproducida de Sarmiento y, con el tiempo, una de las piezas icónicas del arte argentino de su época.
La historia de Eugenia invita a repensar el lugar de las mujeres en la cultura nacional, muchas veces invisibilizadas a pesar de haber aportado obras fundamentales. En su caso, la paradoja fue mayor: ser nieta de uno de los personajes más influyentes de la política y la educación le abrió puertas, pero también le impuso el desafío de no quedar reducida al apellido. Con su arte, lo logró.





