La economía regenerativa propone un nuevo modelo que no solo busca reducir el daño ambiental, sino restaurar y revitalizar los ecosistemas, las comunidades y las economías locales. A diferencia de la economía tradicional —y de muchas versiones de la economía verde—, su objetivo no es simplemente “no contaminar”, sino devolver más de lo que se toma.
Este enfoque parte de la idea de que los sistemas económicos deben imitar los principios de la naturaleza: circularidad, diversidad, resiliencia y cooperación. Así, en lugar de agotar recursos, los procesos productivos pueden regenerar suelos, purificar agua, capturar carbono y fortalecer tejidos sociales. No es una utopía, sino una transformación ya en marcha en distintos sectores.
Agricultura regenerativa, construcción con biomateriales, energía comunitaria y finanzas éticas son algunas de las prácticas que encarnan esta visión. Empresas emergentes y organizaciones sociales están rediseñando sus modelos para integrar el impacto positivo como una métrica clave de éxito, junto con la rentabilidad.
La economía regenerativa también desafía el modelo de crecimiento lineal. Propone medir el progreso no solo en términos de PIB o productividad, sino en salud ecosistémica, bienestar social y equidad intergeneracional. Esto implica repensar las cadenas de valor, los modelos de negocio y las políticas públicas desde una lógica más holística y sistémica.
Los territorios son un elemento central. La regeneración económica no puede imponerse desde arriba, sino que debe surgir del conocimiento local, la participación comunitaria y la adaptación al contexto. Por eso, muchas experiencias exitosas se dan en escalas pequeñas, pero con gran potencial de réplica global.
La economía regenerativa no es solo una alternativa, es una necesidad frente al colapso climático, la pérdida de biodiversidad y la creciente desigualdad. Apostar por este modelo implica dejar atrás la lógica extractiva para construir una economía viva, que nutra tanto al planeta como a las personas.




