Argentina es uno de los mayores consumidores de agroquímicos del mundo. Con más de 300 millones de litros aplicados por año, el país lidera el uso de glifosato en Sudamérica, según datos del SENASA y la Red de Médicos de Pueblos Fumigados. Este modelo intensivo, ligado a la expansión de la soja transgénica desde fines de los 90, ha convertido vastas regiones agrícolas en zonas de exposición constante a pesticidas, con impactos aún poco atendidos por las políticas públicas.

El glifosato, el herbicida más utilizado, está clasificado desde 2015 como “probablemente cancerígeno” por la Organización Mundial de la Salud. En Argentina, se aplica sobre más de 24 millones de hectáreas de cultivos, principalmente en la región pampeana, pero también en el norte y noreste. Su presencia se ha detectado no solo en los campos, sino también en el agua de lluvia, los ríos y hasta en muestras de sangre de personas que viven en zonas rurales.

Numerosas investigaciones académicas, como las realizadas por el investigador Damián Verzeñassi en la Universidad Nacional de Rosario, han vinculado la exposición a agroquímicos con un aumento de enfermedades respiratorias, abortos espontáneos, trastornos hormonales e incluso cáncer infantil. En muchos pueblos fumigados, como Monte Maíz (Córdoba) o San Salvador (Entre Ríos), los registros de patologías graves duplican la media nacional.

Pese a estos datos, la legislación argentina es fragmentaria y varía según la provincia. No existe una ley nacional que regule distancias mínimas de fumigación ni el uso responsable de agroquímicos. Algunas jurisdicciones establecen perímetros de exclusión de entre 100 y 500 metros para las fumigaciones terrestres, pero los controles son escasos y las aplicaciones aéreas —prohibidas en muchos países— aún están permitidas en buena parte del país.

Los conflictos entre productores, comunidades rurales y gobiernos locales son frecuentes. Padres que denuncian intoxicaciones en escuelas rurales, médicos que registran patrones anómalos en sus pacientes y vecinos que organizan amparos judiciales son parte de un movimiento creciente que exige una transición hacia un modelo agroecológico. Aun así, el lobby del agronegocio, junto a la falta de controles ambientales, ha frenado reformas estructurales.

La discusión sobre los agroquímicos no es solo científica, sino profundamente política y social. Mientras el modelo agroexportador sigue siendo clave para el ingreso de divisas, miles de personas quedan expuestas a un entorno tóxico sin alternativas ni protección adecuada. Especialistas insisten en la necesidad de una ley nacional de agroquímicos, monitoreo estatal independiente, políticas de salud ambiental y promoción de prácticas agrícolas sustentables que no comprometan la vida de las comunidades rurales.

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